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Un saludo, y un cuento para difundir.

Al Manco, a Sergio, a Trabuco ¡Que zagueros!

Publicado: Miércoles, 24 de Agosto de 2005 - 16:20 hs | en: Nacionales
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Por mi juego de zaguero, apenas se llego a entreverarme en una segundita respetable; pero cuando hay que opinar de paleta, sin ínfulas, me sé conocedor como el que más. Desde pibe que practico este deporte. Lo fuí aprendiendo a la mala, en el club de mi barrio; ya que por entonces, no me comprometí debidamente con este intrincado pasatiempo, como para haber ido descollando a medida que se va creciendo en edad, y por consiguiente, en experiencia y astucia. Es que sólo recibí una pocas lecciones a las apuradas por parte del Negro Basualdo, que por aquellos años oficiaba como instructor en esa institución. El fue un gran zaguero: aguantador y de brazos muy parejos, por haberse hecho en la abierta. Pero el Negro estaba muy ocupado jugando los torneos más importantes del país, y más tiempo no nos podía dedicar.

Y fue por esos días de niño, como dije, que por las tardes, muy tempranito, nos reuníamos a jugar Pelota a Paleta, un grupito de purretes en ese trinquete de medidas bastante acotadas –aunque reglamentarias- (esto lo supe con los años visitando otras canchas, porque para mi era verdaderamente inmenso). Y allí, al garete, entre griteríos, erradas, pifias, pelotazos al techo, y algún que otro buen empale, me fue atrapando este deporte “de locos”. Sí, bien digo: ¡DE LOCOS! Y no por el juego en sus características, que es hermoso; sino por todo el folclore que lo arropa. La mayoría que lo ha practicado, seguramente coincidirá conmigo, en que esta expresión cae, como de perlas, para describir las endiabladas circunstancias que lo conforman; y que mucho tiempo después, sin imaginarlo, terminaría ocupando un sitio preponderante en mi vida.

Aún hoy, después de tantos años de jugarlo, no sé bien porqué esas mayúsculas paredes blancas fueron convirtiéndose en un reducto tan entrañable a mis sentimientos. Creo que contribuyó, en parte, que mi padre, de joven lo practicase. Pero fundamentalmente creo pienso que fue por ese suceso accidental e inolvidable… Me refiero aquellas olimpiadas infantiles que anualmente organizaba ese club (mi club: Provincial, de Rosario); y que, como para parecerme al viejo, me inscribí con el firme propósito de competir y demostrar mis creídas condiciones de buen jugador, pese a que apenas si podía pegarle a la pelota. Pero gracias al destino y sus misteriosas decisiones, el que armaba las parejas, al verme pelotear, constató que yo era un chambón; por lo que decidió, acompañase como delantero, al mejor: el B

Vetito Bizcardi (si todavía lo recuerdo como si fuese ayer…) Y sólo me bastó “con gran maestría” –ja,ja,ja…, sacase, e hiciese pasar, a gatas, la negra esfera el dos, para que mi compañero, todo un Goliat, a garrotazos sojuzgara las mejores acciones de nuestros contrincantes. ¡La pucha que me emocionó recibir esa medalla dorada que gané inmerecidamente –claro está. Y dado a este triunfo, imagino hoy, haber sentido que daba con el deporte en el que sería “un grande”. Pero la vida, que para cada uno tiene signado un plan que ni imagina, hizo que mis férreas intensiones de seguir creciendo como pelotari, quedasen sustituidas por otros pasatiempos. Así fue que, a los pocos meses de haber obtenido esa hermosa presea abandoné este deporte, por seguir las correrías de amigos muy atorrantes.

Pero la Pelota a Paleta posee en su mágico universo una extraña característica que no todos los deportes tienen, y es que, a ella, siempre se vuelve, se vuelve, y se vuelve: como a un gran y fiel amor… Aunque uno no lo advierta ràpidamente, si de pibe mamaste la emoción que se siente cuando te agarras a palos con tu rival, o tiras un dos paredes perfecta, o una inesperada cortada recontra ajustada; ¡y ni qué decir si natura te dotó de muñeca suficiente para lanzar un explosivo pique y palco glorioso, logrando el tanto ganador! De seguro que el bichito de la pasión por este juego se habrá metido en tu sangre, quedando atrapado entre sus dulces y adictivas redes para siempre. Y cada vez que ocurra algo desalentador en tu vida, ese refugio contenedor estará fielmente aguardando por vos (…si habré visto gente volver). Poco importa el tiempo que se estuvo desaparecido; todos te recibirán sin extrañarse de tu vuelta, como si apenas hubieses faltado sólo unas semanitas.

Eso mismo ocurrió conmigo. Averiado por muchos sinsabores, un día retorné a sus márgenes protectoras. Y allí estaba esperándome, como siempre, ese maravilloso reducto donde tantos momentos gratos compartí, junto a esa extraña raza llamada “pelotari”.

Y como para compartir e ilustrar al lector sobre ciertas particularidades de esta enrevesada actividad, plagada de inteligentes estrategias, solapadas argucias, y nobles actitudes, relataré una de las tantas historias que por ella vivencie

Fue para ese torneo atípico. Y como señalo, no sería uno más. No…, ya que su singular característica nos tuvo en vilo a todos los zagueros de mi nivel. La situación diferente, era que cada institución podía elegir un delantero de primera categoría; de cualquier parte del país (claro está: invitación, y contratación mediante).

Lo atractivo de tal competencia, era que ese jugador, profesional, no como nosotros, aficionados, formaría pareja con el mejor zaguero de cada club. ¡Mamita…! Eso sí que era como lograr el sueño del pibe: Jugar un torneo entreverado con los grandes. ¡Basta de delanteros maleros, sin oficio (al menos por una vez…), que no sacaban una dos paredes exigida, ni por casualidad; que para verlos definir un tanto había que rogarle a todos los santos, y que cuando salían a cortar para ayudar a su compañero, en vez de complicar, entregaban la pelota. Pero cuidado, que tal atractivo aditamento de mezclar a medio pelos, con muy buenos, tenía como finalidad comprobar qué tan eficientes demostraban ser esos zagueros del montón –incluyéndome-, puesto que ahora sí se contaría con un compañero de jerarquía. Ya no haría falta jugar arriesgándolo todo en cada tanto, obligado a ponerse la camiseta de “patrón”; teniendo que tratar de ganar el partido solito, en cada tanto, corriendo y exigiéndose como un loco. No…, ahora bastaba con jugar prolijo, bombeando al pelota, sin agarrar tambor, y se lograría un juego importante. En este torneo sólo era necesario hacerle entregar la bocha al zaguero oponente, para que así entrara en acción el “gran delantero”, definidor. Pero ojo, que de aquí en más ya nadie podría apoyarse en la excusa de inculpar a su delantero “mediocre” por la derrota. Después de esta competencia, la calidad real de cada uno de nosotros iba a quedar sellada ineludiblemente.

En cuanto a mí, y este torneo inolvidable, la situación derivó en lo que cuento:

En el club, para el que yo jugaba éramos tres los zagueros que por sacarnos chispas, estábamos aptos para acompañar a “la figura” que vendría.

El más joven se llamaba Garmendia –El Galleguito, para los conocidos. En su juego, el pibe se caracterizaba por ser muy guerrero; y obviamente, por sus envidiados veinte años, el más aguantador. Aunque justamente, por su juventud, todo un trastornado y desquiciado cuando las cosas se complicaban (…si lo habré visto, enloquecido, rifar partidos que ya estaban ganados, matándose sin motivo, en el techo, en la reja, o en la chapa; para concluir su show -conocido y esperado por todos-, destrozando contra el piso “su siempre nueva paleta”, como si estuviese poseído por un irrefrenable impulso animal).

El segundo de la lista era Ñañarello –“el Ñaña”-. Sin objeciones, el más experimentado de los tres; y por tal condición, un verdadero zorro ladino. Muy inteligente para buscarle y encontrarle los lados flacos a sus oponentes, y sacar rédito de esas deficiencias. El Ñaña, a diferencia del común de los zagueros –de nuestro nivel-, rara vez se lo iba a ver corriendo como un desaforado de aquí para allá, debido a que, entre sus virtudes, contaba con una envidiable ubicación en la cancha: sólo le bastaba con caminarla. En verdad, era un gusto verlo jugar. Jamás la pelota lo apuraba; y siempre que esta agarraba algún filo; salía rara; tronqueaba; o quedaba amurada a la pared, llamativamente, él, como dotado por un sexto sentido, reaccionaba siempre eligiendo acertadamente (si parecía que de antemano sabía lo que la bocha haría). Otra de sus cualidades era su gran paciencia, aguardando el momento justo en que se hiciese el hueco para la definición; e igual que un cazador avezado y certero, en algún momento encontraba al rival desprevenido, y le embocaba unas dos paredes de refregón inesperada, que se metía, inagarrable, donde comenzaba la reja ¿y cómo sacarla?; o bien, un tamborcito que aunque “pedorro”, nunca levantaba. Pero como contrapartida, El Ñaña, por confiar en su ubicación, creía que todavía podía seguir rindiendo como siempre; siendo que su cansada osamenta ya no aguantaba como antes la garroteada. Así iba aflojándose en los últimos momentos, tirando la toalla y llegando tarde a algunas pelotas las pelotas; por lo qué, tanto a tanto, cada vez más se quedaba rezagado con el culo pegado a la pared del fondo sin poder pasar al delantero. De ahí en más, los rivales, advertidos de su cansancio, comenzaban a hacerse un picnic, en un “dos uno” demoledor.

Obviamente, el tercero de la “famosa trilogía” era el que relata. Un invalorado… Un pequeño Supan. Todo un romántico inspirado y sólo aprendido; que por haber llegado tarde a esas competitivas arenas, mucho le jugaba en contra contar con “la chapa” (trayectoria) necesaria, que únicamente se va adquiriendo con muchos años de estar al pie del cañón. En síntesis: yo no era más que un ignoto jugador, apenas ranqueado en una tercerita; y exclusivamente reconocido –con reservas- en la ínfima órbita de mi canchita. Pero aunque nadie lo aceptase, con juego para poder entreverarme entre los de primera. Y que rendía un montonazo, si me acompañaba un delantero de valía.

Seguro en mi confianza, yo estaba convencido que lo mejor, todavía, no lo había dado, debido a que no lograba mezclarme “con el juego grande”. Aunque más allá de mi paupérrimo historial de logros obtenidos (siempre de cabotaje), bien atesoraba en mi memoria, varios triunfos memorables, cuando en ciertas ocasiones faltaba uno de primera; entonces, obligados a que los acompañase, me destapaba como un grande, demostrando qué zaguero era cuando el nivel de un juego inteligente se presentaba.

Pero no se coman el caramelo, pensando de mí, que sólo soy un iluso agrandado más, como tantos hay en este juego; que pagados se sí, tratan de construir una realidad inexistente Acosta de poner billetes, lamer el culo de los dirigentes, o mañarse; siempre y cuando lleven un compañero que juega tres veces más que los otros. No…, yo jamás fui así, ya que reconozco algunas que otras “pequeñas falencias”, por no decir “horrorosos déficit”, propios de mi mala formación. Es que, por no haber aprendido, de pibe, a soltar la zurda, ésta, apenas si funcionaba como una “apéndice semi-inútil”, que sólo servía para que empujase “la negrita” discretamente; y más allá de los esfuerzos que hacía por empalar, soltando el brazo y aflojando la muñeca, se notaba, a las claras, que cuando ponía en funcionamiento “la del corazón”, era como si estuviera pegándole con un diario mojado. Aunque gracias a mi oficio de buen bombeador, rara vez dejaba entregada la pelota delante del cuatro, y siempre arrimadita a la pared. ¡ Y para qué hablar de mi sobre pique…! Con la derecha, era más inestable que una veinte añera que se sabe linda; y con el otro brazo –el tonto-, el llevarla ya era como entrar en la dimensión de lo milagroso. Pero no se confundan, que pese a estas insignificantes ventajitas –si, da risa, no…- que les daba a mis rivales, bien me las arreglaba por medio de mi agresivo aire, o mi cambio de ritmo, o mi arte de jugar finito buscando los bordes, o mi insistencia arriesgada, jugando todo por izquierda, o sacudiendo una inesperada y violenta cruzada a la zurda, o una potente extendida por derecha (cual mortífera puñalada, o enredando el juego a cada paso, bien me las arreglaba para ir sacando ventaja a mi favor en el tanteador. Aunque para seguir siendo sincero, había días que vaya uno a saber por qué nefastos designios de los dioses, toda esa batería de recursos no asomaba ni tratando de venderle el alma al mismísimo Lucifer. Pero de qué nos vamos a extrañar, si aún los mejores jugadores tenían días nefastos (yo lo había comprobado), en los que cualquier pela gatos se le paraba; siendo que en circunstancias normales hubiesen perdido hasta por debajo de las patas, contra ellos.

En fin, estos son algunos de los pormenores habituales que pertenecen al mundillo de la pelota a paleta. Resumiendo, así quedaron establecidas las circunstancias en cuanto a ese torneo inolvidable: todo determinado en la espera de saber quien sería el que acompañaría a esta “figura”, de la paleta, que contratarían. Y como detalle, las unicazas alternativas posibles dentro de la esfera de mi club, estaban dadas por un pibe aguerrido, aunque tremendamente inestable; un veterano hábil y ladino como el mismísimo viejo Vizcacha (pero con el caballo ya cansado); y yo, un raro espécimen inclasificable, mezcla rara de jugador consumado, pero con los mismos altibajos de cualquier maleta aficionado: Y los tres, ansiosos como chicos, por saber a quien elegirían.

Siete días faltaban, apenas, para el comienzo de la esperada competencia, cuando finalmente se supo el nombre de la encumbrada figura. Y sólo bastó escuchar ese epíteto, seguido de aquel apellido, para que quedásemos boquiabiertos. Ese jugador sería “El Lince Camelado”. Estábamos hablando de uno de los cinco mejores delanteros del país. Con tantos títulos en su haber como el que más: campeón provincial, argentino, y hasta mundial. ¡Yaya que daba pavura, y a la vez admiración, saber que uno de nosotros lo escoltaría, aguantando el juego, para que él hiciese lo que siempre un zaguero espera de su delantero: ¡Qué defina el tanto! Yo lo había visto jugar un par de veces, y les aseguro que era todo un disfrute verlo moverse dentro de la cancha. Este tipo, que sólo mostraba ser un flacucho desgarbado, poseía la admirable virtud de hacer parecer sencillo, lo que para la mayoría es casi imposible de realizar. Su característica de juego era la de moverse mover poco en la cancha, pero dotado de una ubicación increíble. Si le bastaba apenas hacer dos trancos para llegar a la pelota más difícil… Además, no sé cómo se las arreglaba para intuir lo que el rival haría; ya que por más inesperada que fuera la jugada, él, baya a saber cómo, siempre adivinaba la acción de su oponente. Si descuidaba la reja, saliéndose, hasta el zaguero más tirador, rara vez lo hacía. Y cuando le tiraban, el Lince Cadelago, así arrancara tarde, daba dos pasos largos y llegaba a la pelota, y de contraataque, y sin esfuerzo (con un empale prodigioso), metía una cortada imposible de levantar, o replicaba tirando otra dos, con la zurda o hasta de revés; o lo enroscaba al zaguero en el fondo, con una pelota bombeada –aparentemente boba-, pero que indefectiblemente se complicaba por no dar nunca un buen bote. Es que tenía tan precisa puntería, toque, y a la vez, mente fría, que sólo le bastaba con poder entrarle un poco cómodo, nomás, a la bocha, para que la definición de ese tanto quedase resuelta a su favor. Para ser clarito: este monstruo de jugador era todo un verdugo que rara vez erraba, por lo que, ningún delantero inteligente intentaba enredarse con él. Si hasta era voz populi en el mundillo de la pelota a paleta,…aquel comentado suceso que ocurrió al finalizar un torneo argentino, en el que El Lince calió campeón, pese a haber formado pareja con un zaguero de poca fusta. Esa vez, los perdedores se quejaban de sus derrotas por motivos de ciertos beneficios, que según ellos, tuvieron los ganadores, en cuanto a la disposición a su favor en el ordenamiento de las zonas del torneo. Tal crítica, totalmente infundada, mucho le molestó al Lince, e indignado, desafió públicamente a enfrentarse en sendos mano a mano a sus dos mejores oponentes: Eduardo, y Sergio –por muchos mangos-. Luego se supo que estos jugadores, también extraordinarios, prefirieron no tomarle el guante (aunque con diplomáticas justificaciones), por no arriesgar sus acreditadas reputaciones, Y ahora, sabiendo que tal vez podía ser yo el elegido en acompañararlo, me invadía una encontrada emoción, mezcla de pavura (por imaginar la responsabilidad que tendría que enfrentar), y a la vez, un valeroso ánimo, convencido de que con un delantero como El Lince, me animaba a enfrentar a los que fueran. Aunque parezca que estoy del moño, ni lo piensen. Lo que ocurre, es que soy un romántico incorregible. ¿Y qué es serlo, para mí?: El animarse a desafiar nuestros propios límites, sólo sostenido por fe y audacia, pese de quedar expuesto a recibir una cagada a palos fenomenal.

Faltaban dos días para que comenzase ese tan comentado torneo, cuando finalmente llegó Cadelago al Club. Luego de ser presentados, los tres zagueros alternativos hicimos unos partidos de practica entre nosotros y unos delanteros sin oficio. Nada importante, a manera de que El Lince pudiese interiorizarse de nuestros juegos, e ir considerando a quién elegiría. Por suerte, esa tarde gané los dos partidos que hicimos, demostrando mis dotes “de gran jugador”, entre mediocres. Con displicencia y de soslayo, ese mito viviente, apenas si nos miraba de tanto en tanto, del otro lado de la reja; mientras departía viejas anécdotas de inolvidables triunfos, con un grupito de veteranos pelotaris que bien conocían su sobresaliente trayectoria.

No es por ser engreído, pero no costaba darse cuenta que en esos dos días anteriores al torneo, con quien más charlaba y se entendía, El Lince, era con el que relata. Simplemente por ser el más apasionado, perfeccionista, y por consiguiente: “rompe bolas”, en cuanto a creérmela que me las sé todas. Pero se notaba que pese a mis ya señaladas limitaciones, era yo quien más comprendía las sutiles estrategias y tácticas de este juego, incluyendo todas las argucias para sacar rédito de cada situación.

Al otro día, llegué más temprano de lo habitual a las márgenes de mi querido trinquete, interesado en pelotear. Buscaba mejorar en lo posible, mis golpes. Pero me extrañé, cuando ya, aproximándome, oí el típico sonido de peloteo. Imaginé ue serían un par de pibes divirtiéndose un rato; cuando miré, no lo podía creer. Se trataba del mismísimo Lince, solito, todo para mÍ. Más que impresionado, y sin hacerme notar, me agazape sobre el fondo de la reja. Lo espiaba, tratando de robarle algún que otro secreto, que lo hacía un jugador distinto, incomparable.

Parado en el cuatro y medio, y con una soltura que lindaba con la indiferencia, llegué a contarle alrededor de cuarenta empales perfectos, de aire a aire. De derecha y de izquierda, para él era exactamente lo mismo. Sólo un par de veces la pelota le quedó un poco complicada, pero le bastó, apenas, tranquear un paso, para que de nuevo la negra esfera volviese a ser cautiva de su perfecto empale. Era inconcebible ver con qué precisión siempre le volvía justito al centro de su paleta. Y debo ser sincero: me invadió un encontrado sentimiento, mezcla de envidia y admiración. En ese momento pensé que si alguien que nada supiese de este intrincado deporte lo estuviera viendo, de seguro saldría convencido que jugar a la Pelota a Paleta es cosa de tontos.

Tomando conciencia de que ese momento era mágico y efímero (al menos para mí); y que jamás volvería a estar a solas con un virtuoso de ese talante, corrí con la misma rapidez de entonces…, cuando era puerrote, a enfundarme en mis pilchas deportivas, y “espada en mano”, me le uní al maestro.

Sin medir la posibilidad de un posible y lógico desplante, del que ya era mi ídolo; y sólo sostenido de admiración y cariño por este deporte, entré a la cancha. Lo saludé con la sencilla espontaneidad de saberme un igual. Con simpatía me dio la mano, respondiendo a mi saludo. Pero no piensen que soy un caradura. Es que me ayudaba el saber, después de esa íntima charla que habíamos mantenido, que más allá de nuestras abismales diferencias de nuestros juegos, ambos amábamos de igual modo esta actividad. Y sepan que es mucho más valioso para alguien que sabe: Un limitado apasionado, que un virtuoso tibio.

Acto seguido, le pegó a la pelota, acomodándola justo a mi empale.

Así fuimos peloteando… Yo, sin mayores equivocaciones; como nunca antes nme había ocurrido. De aire, de pique pronto, de bote, y hasta de sobre pique, estaba tan preciso que me parecía mentira mi rendimiento. Pero no me engañaba: todo era mérito del Lince, que con su destreza ilimitada me conducía a que venciese mis propios límites. Ya, medio agrandado, hice lo que todo iniciado hace con su maestro ¿y qué era?: debía probarlo, a ver que tan buen delantero demostraba ser. Así que cuando más desprevenido lo noté, le sacudí unas dos paredes del tres y medio, tan bien martillada y ajustada, que en el mismo momento que la tiré me avergoncé; y con culpa me dije: ¡cómo actué tan mal…! El, un grande, que tenía la noble actitud de acomodarme la pelota para que yo practicase; y terminaba tirándole un “misil” mortífero, desentendido de lo que yo hice; sabiendo que ni un mago lograría sacarla de la reja. Pero la vida, que siempre nos da sorpresas, hizo que quedara estupefacto, ya que a punto entrar, la pelota en la reja, este raro prodigio de Mandinga, no sé cómo hizo, que saltó como un verdadero felino (ahí internalicé lo de su apodo), y de revés –de derecha- logró entrarle a la bocha, y definió con una cortada fulminante.

Sin medir el tono de mi vos, le grité con admiración: -¡Maestro! -y sentencie- viejo…, qué hay que hacer para poder ganarte un tanto, matarte?

Sonrió, apenas, y me dijo algo inesperado:

- Sabía que en algún momento me ibas a probar, tirándome. Lo estaba esperando, por eso llegué –y me explicó, demostrando que ya algo me conocía-. Vos sos de los míos: necesitas probar cuán bueno es el rival.

Su observación me hizo reír, mientras caía en cuenta lo vivo que era este tipo. Y sí, El Lince tenía razón; así fuese el más mentado, yo necesitaba comprobar, por mi mismo, todo lo buen jugador que decían que era.

Fue entonces que comprendí la enorme diferencia que existe entre ser un jugador aficionado, y un profesional con todas las letras (aún cuando hablamos de un deporte amatehur). Y él, baya si lo era…

Nunca más volvía a disfrutar de una práctica como aquella, la de esa tarde..., en la que pude verificar qué importante es, para perfeccionar nuestra condición (en lo que sea), el sentirse guiado por alguien que realmente sobresale en una actividad. Ya que en esa hora de peloteo fui grabando en mi mente cada uno de los movimientos que ese gran jugador ejecutaba. Y sólo me bastó emularlo, para notar con qué facilidad la técnica de mi juego mejoraba.

Esa experiencia me hizo recordar algo que una vez había leído acerca del aprendizaje. Aseveraba, que ”éste”, se va incorporando por admiración y por consiguiente por emulación. Claro está, salvo ciertas excepciones, como era el caso del Lince. Pero, para los que les corresponden las generales de la ley ( y me incluyo), no quedaba más que ir aprendiendo de a poco, con perseverancia y prestando mucha atención.

Finalmente llegó el anhelado y temido día del torneo (para mí). Fue el viejo Izeta, quien ocupaba el cargo de Presidente de la Subcomisión de Pelota a Paleta, el encargado de darme la grata noticia, pese a lo poco que me estimaba (por mi temperamento impulsivo, de no callarme nada, y por ser bastante cabrón dentro de la cancha). Así que, haciendo de tripas corazón, impostó una sonrisita actuada, y me lo dijo: Yo era el elegido por El Lince Cadelago para que juntos representásemos al Club.

Pero tan feliz noticia no me hizo estallar el corazón. Y no lo digo de puro engreído. Sabía que después de la charla afín que habíamos tenido en la cena de bienvenida; y luego de esa inolvidable tarde en que juntos peloteamos, entre ambos se había establecido un sincero vínculo de amistad. Y la decisión de que fuese su zaguero, no pasaba por ser yo, el mejor de la terna. Estaba convencido que esa elección era una cuestión de afectiva complicidad por coincidir, ambos, en el modo de entender este juego .Igualmente me sentí alagado, ya que él bien sabía cuán importante era para mí que jugásemos juntos ese torneo; y por sentirme su amigo, ni hizo falta que se lo agradeciese.

En cuanto a lo que sucedió en la cancha, lo atesoro como una de las experiencias más gratas que me hayan ocurrido en el ámbito de este maravilloso deporte. Pero ahora no me adentraré en relatarlas (cualquier pelotari que se jacte de serlo, podrá imaginarlas). Sólo reviviré lo que ocurrió al comienzo; apenas como detalle para que caigan en cuenta de qué hombre extraordinario resultó ser ese tal Lince Cadelago..., que un día conocí de modo tan particular.

Lo recuerdo como si lo estuviese viviendo ahora...

Ya estábamos dentro de la cancha, las dos parejas, cuando yo, muy nervioso (por no decir cagado), esperaba algunas indicaciones precisas de este monstruo de la paleta. Al menos unas mínimas instrucciones de qué sería lo más beneficioso como estrategia de juego. Pese a mis expectativas de que algo me dijese, ninguna de esas indicaciones me fue impartida por El Lince. Pero cuando ya nada esperaba; justo antes de que él eligiera “cruz”, en la moneda, y ganásemos el saque, como si nada se acercó, y me dijo:

Querido, por lo que de ahora en adelante ocurra en los partidos, vos ponele el pecho a lo que venga. Yo sé que tenes buena madera para esto. –y añadió. Jugá como siempre lo haces y no te sientas exigido por mí, que pase lo que pase te banco en lo que venga.

Luego de decirme estas palabras, que me reconfortaron en tan desvalida situación, agregó, entre irónico y fatalista:

-¿Y si nos cagan a palo..., qué excusa vas a poner? – y sentenció burlón. Mira que ahora sí llevas un buen delanterito.

...Baya si llevaba un buen delantero: ¡El mejor

Después de cómo me habló no quedaban dudas para mí. El lince pertenecía a esa extraña, atractiva y casi extinta caterva de tipos afines; demostrándose piola, valiente y jodón

Sin más dijo ¡Va! Hizo picar la pelota antes del tres, dios dos furibundos trancos de costado, y con el abrupto envión que llevaba le pegó un pala terrible en la raya del dos. La bocha salió bajita y veloz como tiro, para irse pegando en la pared a la altura del cinco. El zaguero contrario se abrió esperándola de bote. Pero a punto de darlo, tronqueó, justito entre el vértice de las dos paredes traseras y el piso. Me pareció estar viviendo un sueño... Yo, (como con el Betito, en aquella infancia) todavía no la había tocado y ya estábamos adelante en el marcador.

El Lince iba a volver a sacar, cuando un instante antes de hacerlo miró hacia donde yo estaba, y confiado me guiño un ojo, como para trasmitirme toda su confianza.

Les confieso, que conjuntamente con ese gesto me transformé. Mi espalda de repente se ensanchó, y ya, bien paradito en el cuatro, me sentí más jugador que Papaolo, Olite, y Villegas juntos.


Colaborador: MARCELO ENRIQUE STREET

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